martes, 3 de agosto de 2010

Familia Cariñosas y Otras No Tanto


Había una vez una casona deshabitada, tan vieja que gemía y suspiraba con la menor brisa, como si cada una de sus tejas o cada una de las tablas del piso sufriera de artritis. Era grande, una mansión de los años 30, con reminiscencias renacentistas que le daba un chick especial para la época, ubicada en el antiguo barrio residencial de Santiago. Tenía dos pisos, dos patios, varios recovecos y un jardín rebelde que más que jardín parecía un pedazo de la amazonía.

Después de todo, la casa no estaba tan deshabitada que digamos. En el primer piso vivía una familia de ratones de cola pelada, de ancestros italianos que arrancando de la segunda guerra mundial llegaron a Valparaíso en el “Antonella Petruzzi”, un mercante italiano que aparte de enseres traía pobres refugiados. Venían il nono, la nona, la mama, il papa y los respectivos bambinos en total hacían un número, nada de despreciable, de 150 ratones italianos, alegres, parlanchines, gritones y expresivos. A la casa llegaron escondidos entre las ruedas de una carretela que transportaban mercancías a Santiago.

En el segundo piso, vivía una familia de cirscunpectos ratones japoneses, que llegaron a Chile de similar forma que sus vecinos pero ellos eran unos animalitos experimentales, de ojitos rojos y pieles blancas. Hablaban poco entre ellos, vivían en silencio y respetaban los espacios individuales con devoción. Eran agradables a la vista, tan pulcros, tan limpios, tan calladitos... sin duda excelentes vecinos. A pesar de las diferencias culturales y sociales vivían con él más estricto de los respetos.

A los orientales les llamaba mucho la atención las exageradas muestras de afecto que se propiciaban los italianos. Coloradas se les ponían las mejillas al ver que se besaban todos contra todos, que se abrazaban y con cualquier pretexto armaban fiestas al ritmo de tarantelas y comiendo suculentas tallarinatas.

Por su parte los itálicos quedaban sorprendidos, no, mejor atónitos al ver que los padres japoneses saludaban a los hijos y a las esposas con reverencias, no se escuchaban risotadas si no que mantras que no entendían y siempre en su piso circulaba un penetrante olor a incienso.

Vamos con la historia...

Un día, nadie supo como, ingreso a la casa un indeseable y tarambana gato de callejón, no se sabe si atraído por el olor a bolognesa o a sushi, la cosa que estando agazapado bajo la escalera saltó y de un zarpazo atrapó a la pequeña Ratonella de piel aceituna y pestañas de jirafa. ¡Cómo gritaba la criatura! y con la tremenda algarabía que había en su piso nadie la escuchaba. Para su suerte, en el preciso momento y por el preciso lugar pasaba un apuesto Samurai que agarró al pandillero de la cola y pomp, paf, zas, lo hizo un nudo ciego y lo lanzó hacia la calle. Como era de esperar la Ratonella, hija de la Bota se prendó de este hijo del Sol naciente y corrió para darle un tremendo abrazo, el Samurai quedó paralizado y tan colorado como el sol que adorna su bandera. La pequeña se sintió avergonzada. Una vieja ratona intrusa , los vió desde el alfeizar de la ventana, haciendo gala de su elocuencia y desparpajo no pudo quedarse callada gritando a los cuatro vientos lo ocurrido.

¡Que horror, que escándalo!.

La Ratonella lloraba, el Samurai enflaquecía, las familias se espiaban todo el tiempo con ojos de ira.

Pero el amor, históricamente, siempre ha sabido pasar por alto todas las barreras que lo hacen imposible, bueno en algunas oportunidades se ha resignado, pero en esta ocasión NO.

Los chicos comenzaron a reunirse en uno de los tantos cuartos abandonados, ella le enseñó a decir te quiero, te amo, le enseñó una suma de palabras dulces. Le enseñó el arte de los abrazos y la pasión de los besos. Él nada de quedado, se convirtió en un alumno aventajado y le pagaba a su maestra con el aprendizaje de la discreción y del amor milenario.

Al tiempo nacieron una camada de ratoncitos unos albos, otros aceitunados, pero con la suavidad del padre y el candor de la madre. Todos tenía ojitos de sabiduría y todos tenían pestañitas de jirafa.

¿Que pasó con la familia de ambos? Celebraron el nacimiento con florcitas de loto bailando tarantela, con sushi bañado en salsa de pesto y bolognessa, con sake y vino tinto de cepa italiana. Al final las costumbres se mezclaron, los orientales aprendieron a besar y vaya que les gustó, no se salvaba nadie de los besos con ojitos rasgados y los italianos aprendieron reverencias que practicaban como si fueran miembros de una corte medieval.

No hay comentarios:

Publicar un comentario